Vía – Forbes Mx
La teoría y el sentido común nos dicen que un negocio empieza a partir de una buena idea.
La lógica pareciera indicar que el primer paso para iniciar un proyecto se da cuando se enciende el foco y un pensamiento se abre camino para convertirse en realidad. Así, un emprendedor se entusiasma, se ilusiona, empieza a prever, a planear, a presupuestar, integra un equipo de trabajo, invierte tiempo, talento, recursos y, en el mejor de los casos, realiza una buena idea que le gusta a todo el mundo y por la que nadie está dispuesto a pagar. ¿Qué salió mal?
Hay escuelas de pensamiento administrativo, como las tradicionales, que creen que el proceso de emprendimiento debe llevar los mismos pasos del proceso administrativo. Es decir, se debe de llevar a cabo una planeación exhaustiva y minuciosa para entregarle al mercado un producto o servicio lo más pulido y bien determinado.
Así lo plantean desde Elton Mayo hasta Michael Porter: el trabajo se hace en la intimidad de una oficina, un laboratorio o un espacio que permita probar el producto antes de que llegue a las manos del cliente.
Por otro lado, las teorías modernas de este milenio, como Lean Startup de Eric Ries, creen que hay que hacer un prototipo lo más austero posible, lanzarlo al mercado y permitir que el consumidor interactúe y ejerza un papel cocreador para darle lo que necesita, en la forma que necesita, sin desperdiciar tiempo ni dinero en estudios tardados y caros que tal vez no sirvan para nada.
El péndulo de estas teorías oscila en extremos lejanos y divergentes. Es cierto que la clave del éxito no se encuentra necesariamente detrás de una lista de estudios, y también es verdad que buscar retroalimentación del consumidor final no es tan fácil ni tan barato ni tan inmediato. Es asombroso cómo algunos negocios por los que nadie se atrevería a apostar ni cinco centavos se convierten en triunfos contundentes y es verdad que ideas a las que se les veía gran potencial terminan siendo fracasos rotundos. ¿Por qué?
Parece un misterio ver cómo proyectos con imágenes magníficas, infraestructura especializada, estudios de mercado que acreditan las posibilidades, se deshacen como pastillitas efervescentes, y algunos negocios que fueron lanzados a base de intuición y sin tanta reflexión se cubren de gloria generando muchas ventas y magníficas utilidades. ¿Cómo es esto posible?
Pienso que todo está en la forma en que se inician los negocios. No hay duda de que la creatividad y la innovación son elementos indispensables en la creación de negocios; sin embargo, la observación me ha llevado a concluir que no son fundacionales. El primer paso para iniciar un negocio no es una idea, es una necesidad. Que me perdonen todos los críticos y expertos de los foros universitarios y todos los académicos que desde los libros nos impulsan a buscar una idea por cielo, mar y tierra. No es por ahí. Es detectando las necesidades que tiene el mercado que podemos iniciar un negocio con éxito.
Un emprendedor típico se enamora tanto de su idea, a la que ha prefigurado y cuidado a lo largo del tiempo, que generalmente no acepta que nadie la modifique ni la ponga en un lugar diferente al que él, de antemano, se le ocurrió. En esa ilusión de emprendimiento quedan atrapadas ideas que, siendo buenas, no son exitosas. El Código Romanoff —independientemente de su valor historiográfico— nos cuenta la historia de un Leonardo da Vinci que no quiso ser científico ni artista, sino que su verdadera vocación era ser cocinero.
En el camino que le llevó a perseguir su camino al caldero y la estufa sufrió varios descalabros. Primero, se asoció con Sandro Botticelli para poner una taberna en la que servían a los comensales zanahorias hechas esculturas y papas transformadas en obras de arte. Salieron corriendo de Florencia perseguidos por comensales a los que les interesaba comer bien, no comer bonito. Leonardo y Botticelli tenían estupendas ideas de presentación de platillos, pero sus clientes no tenían necesidad de satisfacer su gusto estético, querían saciar su hambre.
Las ideas culinarias de Leonardo, la servilleta individual, el destapacorchos, el molinito de pimienta, son inventos que actualmente se usan en la cotidianidad de las cocinas y las mesas del mundo. Sin embargo, en aquel tiempo fueron desestimados. ¿Por qué? Porque no estaban atendiendo ninguna necesidad específica. Cuando alguien descubrió su utilidad y pudo encontrar un beneficio lógico para estos artefactos, pudo comercializarlos y hacer negocio. Antes, no.
Por lo tanto, no creo que el inicio de un negocio venga con las ideas. Desde luego, tenerlas es siempre útil. La creatividad y la innovación serán siempre aliados de oro para todos aquellos que quieran incursionar en el mundo del emprendimiento. Pero, cuidado, no son suficientes.
Nos han hecho creer que a partir de una idea podemos generar planes que nos lleven a alcanzar una meta. Y, por ello, más del 70% de los proyectos de emprendimiento fallan y no alcanzan a sobrevivir un año de operaciones. No están satisfaciendo una necesidad.
Es posible que alguna de estas ideas entre en el impulso de los clientes y alce una moda pasajera. Pero si lo que queremos es que los clientes hagan sonar la caja registradora y hagan girar la rueda de productividad, entonces tenemos que estar claros de cuál es la necesidad que estamos cubriendo, cuál es la insatisfacción que estamos atendiendo, cuál es el dolor que estamos aliviando.
Mientras más primitiva sea, mayores posibilidades de éxito; mientras más sofisticada, mayores elementos de diferenciación debemos de tener.
La labor de convencimiento se vuelve casi nimia desde el momento en que es el propio cliente el que descubre que ahí hay algo que le interesa porque le va a estar resolviendo algún problema.
El primer paso para iniciar un negocio no es abrir el oído para escuchar el canto de las musas, es abrir los ojos y poner atención en aquello que le hace falta a nuestros clientes, sea un bien o un servicio, y entonces entrar en la disposición de ponérselo a su alcance. Sin duda, es un cambio de paradigma al que debemos atender. Los emprendedores necesitamos entender.